Robotín de Google

25 de octubre de 2012

Las bondades del radicalismo: sobre el aborto



Antes de comenzar quería avisar de que muy pronto tanto este blog como el programa de podcast que le acompaña cambiarán de nombre. Aún no lo he decidido pero la temática estará siempre rotando sobre la crítica (a la raíz) social y la filosofía (historia, fundamentos, ideas...).

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Era medio día y quedaban varias horas para comer. Un compañero de la residencia que, además, hacía la misma carrera que yo bajaba a mi piso para hablar conmigo. Normalmente tratábamos sobre literatura, a veces me ponía pesado y le pedía que colaborase en el podcast ofreciendo sus amplísimos conocimientos sobre historia, etc. Pero justo esa mañana estaba yo enfrascado en un asunto técnico: cómo comenzar el primer ensayo del curso (y de la carrera).
Quería escribir sobre cómo debatir en el tema del aborto para más tarde preparar una exposición oral (que podéis escuchar haciendo click AQUÍ).
Yo andaba muy verde en relación con el tema. No era solo aborto, había mucho más debajo del tema. No era el problema la tecnología del aborto (cuántos meses tenían que pasar para considerar al feto una persona, qué maneras había para abortar, etc) pues eso interesaba más bien poco, sino de los problemas nematológicos que podían derivarse.

Verde, porque en mi cabeza tronaban aún las estúpidas disquisiciones sobre la tecnología de el hecho de abortar.
Entonces él comenzó a desvelarme la raíz del asunto.

El discurso tecnológico por el que, en un principio, abogaba yo, era el siguiente:

Bien, el aborto consiste en la expulsión del feto/nasciturus (nasciturus = el que va a nacer) de las entrañas de la madre antes de que naturalmente lo haga e incapaz este de sobrevivir por sí mismo (siempre diferenciado de un bebé que nazca a los 7 u 8 meses y que justo tras el parto vaya a una incubadora). Dejado esto más o menos claro (aunque alguien que tenga más conocimiento sobre biología podrá ajustar mucho mejor la definición, yo no lo veo necesario hoy en día), el problema se mueve a otro terreno: la neurología. ¿Cuándo está formado el cerebro? ¿Cuándo puede sentir el bebé? Muchas de las opiniones sobre el aborto rotan sobre este, digamos, segundo escalón en la profundidad del tema sobre el aborto.

Pero también lo consideramos (hoy día) una simplificación y una absurdez propia del cientificismo más atroz. Así las cosas, la ciencia (biología, ginecología, neurología) poco pueden decir sobre este evento. Pueden realizar acercamientos sobre la temporalidad de las formaciones neuronales y de los demás miembros del nasciturus, pero en ningún momento eso va a suponer una razón suficiente para decidir a fortiori si abortar es bueno o malo.

Aquí los curas tienen razón, démosles un voto de confianza, hagamos que creemos que su crítica es bienintencionada, que va en busca de la verdad (y sin intención de evangelización) y prosigamos.

Al igual que nadie se convierte en adolescente de un día para otro ni se hace viejo tras levantarse de una siesta en una tarde de otoño, tampoco una persona sucede de un día para otro.

Aparece (permitidme la licencia de "escalar" así el debate, aunque sabemos que toda categorización y cerco supone necesariamente una simplificación del asunto tratado) un nuevo escalón en el debate.

¿Cuándo se es persona? ¿Al nacer, al comenzar a sentir? ¿Cómo sabemos que siente?
Responder a estas tres preguntas que a botepronto se me ocurren nos llevaría mucho tiempo y, creedme, aun no nos pondríamos de acuerdo. Aquí tendríamos que aportar ya una teoría antropológica y también otra mentalista porque, ¿cómo sabemos lo que siente un nasciturus si cuando nosotros lo fuimos no estábamos en disposición de tener juicio sobre lo que sentíamos y, cómo dudarlo, somos ahora incapaces de recordar lo que "vivíamos" en el útero materno?

Hemos llegado a un escalón en que hacen acto de aparición varias materias: la antropología, el mentalismo, también la neurología (hagamos el esfuerzo de creer que la ginecología abarca en alguna medida todo este problema, pero que su potencia teórica se agota antes de responder a todas las preguntas que nos hacemos con todo el derecho del mundo) y, por último, la espiritualidad o las influencias culturales de los sistemas de pensamiento mágico, místico y religioso.

No cabe duda de la grandísima influencia que esto tiene sobre los asuntos aquí tratados.
En los Estados Unidos, aún hoy, se sigue dando vueltas a este escalón, y no se va a llegar nunca a un acuerdo (así como podréis escuchar en el episodio de podcast que enlacé antes).

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Ahí me quedé.
Pero mi amigo no se quedó ahí. Me descubrió que en realidad todas esas discusiones sobre persona sí, persona no, vida sí, vida no, etc etc, eran en realidad una manera muy hábil de esconder un problema bastante más grave y superior.

Llegamos al cuarto escalón: el judicialismo, el jurismo también ATROZ (al mismo nivel o a un nivel superior que el del cientificismo).
Una ley no es dios, aunque muchas veces se la trate como tal. Las leyes no están ahí desde el Big Bang, son escritos, son consensos tras debates, son decisiones en su mayor medida políticas e ideológicas, y tan leyes son las del ojo por ojo de Hammurabi como las que tenemos hoy en España.
¿Cuál es la diferencia?
En el sentido que queremos dar en este post no hay ninguna. Las leyes en su raíz no tienen diferencia. Otra cosa es su enunciación: lo que predican es diferente, pero el que las predica sigue siendo un sujeto, con muchas ideas preconcebidas e imposible de escapar de su historia e influencias.

Por tanto, decir que el "sí al aborto" o el "no al aborto" es algo que las leyes tienen que decidir y que, una vez dicho hache o be en la ley, se acabó el debate, me hace sentir muy intranquilo y deseoso de salir y repartir estampitas cambiando imágenes de vírgenes por las de jueces de prestigio internacional.

Deberíamos de ser capaces de debatir más allá de las leyes. Si estas recogen tras esos numerosos debates una conclusión, allá ellas. Pero nosotros no necesitamos las leyes para fundamentar nuestros debates, lo que necesitamos son las razones que han llevado a aquellos ciudadanos del pasado a aprobar determinadas leyes. ¡Tan o más importante es, como decía Ortega, saber la fecha en que se escribió una obra que su mismo TÍTULO!
Probablemente el primer dato nos haga suponer determinados modelos de conducta, intenciones y posibles contradicciones. El título es, en muchas ocasiones, fruto de otros intereses (publicitarios, sintéticos...).

El título (en este caso la sentencia o ley al respecto) no nos va a servir de nada.

Estos argumentos me parecieron adecuados y al rato subimos a comer. Los masqué y rumié meses más tarde.

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El último escalón sería el debate infinito, el debate que no se apoya en leyes, el debate que no busca una legislación ulterior ni una respuesta veloz a las preguntas que se formulan.
Es muy posible que haya preguntas que nunca podamos responder, también es posible que las respondamos y sigamos adelante (a otra cosa, mariposa) como cuando, tras muchas luchas, se acordó la abolición de la esclavitud.

Entretanto, enfrentadas las subjetividades de ambos bandos, solo se puede dialogar.

En tiempos agitados el diálogo desaparece y se da un encontronazo de fuerzas políticas, muchas de las leyes que tenemos hoy en la mesa han cristalizado tras hectolitros de sangre derramada.

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He sido radical y no he roto ninguna farola. Tampoco he quemado ningún contenedor.
Mis vecinos no han llamado a la policía ni los bomberos están tratando de rescatar a nadie a quien yo haya secuestrado.
Ser radical no implica (solo) el ser violento, ser radical es procurar poco a poco irse sumergiendo en lo que sostiene el debate, pues en muchas ocasiones nos daremos cuenta de algo bien llamativo: lo que damos por hecho y por bien sabido es en realidad lo que peor conocemos.

Un saludo.

Francisco Riveira
En Zaragoza, 24 de octubre de 2012.