Robotín de Google
3 de agosto de 2013
Lector anestesiado, lector feliz.
La pesada manía de aplicar el sentir socialdemócrata a las ciencias sociales se está convirtiendo en una gigantesca fábrica de titulares sensacionalistas para consumo del público interesado en pasar un rato de domingo leyendo alguna bagatela.
Lo novedoso o, más bien, ya acostumbrado, es hacer artículos fáciles de comprender por todo el público en los que dejar pasar bastante de nuestro propio pensamiento, lecturas o, en el caso de los científicos, sus investigaciones y descubrimientos.
El popurri que sucede después de batir todos esos elementos es repugnante.
Mi cruzada contra los libros de autoayuda tiene comienzo hace no muchos años. Leí unos cuantos libros de autoayuda en mi adolescencia e incluso traté de aplicar los "sabios conocimientos" de alguno de ellos, con resultados bastante preocupantes. Se basaban estos libros en la más sencilla técnica pavloviana, la repetición hasta hartarse, para crear hábito y que no costara ser buena persona o tener éxito en la vida.
Más adelante me di cuenta, con Voltaire, de que ni nosotros podemos crear "el mejor mundo posible" ni el propio sistema nos lo permite. A lo sumo podemos alcanzar la sombra de lo que nuestras más bellas utopías dibujan.
Es ya una costumbre carpetovetónica la de freír cerebros los domingos. No aportan absolutamente nada. No hay intelectuales al uso de los que así considerábamos en el siglo pasado y, si creemos ver alguno, enseguida lo encontramos manchado por intereconomías o pertenencias a partidos políticos... Existe algún caso peor: los indiferentes.
Los intelectuales indiferentes crean universos platónicos en XL Semanal. Creemos, al leerles, que tienen toda la razón del mundo, que son en el sentido kantiano de la palabra "razonables". El sentido común vence, han sabido leer nuestros pensamientos y sólo podemos asentir. El artículo dominical es una caricia a nuestra adormecida inquietud política e intelectual. No supone ningún reto más allá de la consulta en Wikipedia: alguna palabra bonita o alguno de los acontecimientos o hechos circunstanciales que ahí se describen. Cerramos la revista y volvemos a ser los mismos de antes. No hay una serie de artículos que seguir ni una investigación a posteriori que nos obligue a cultivarnos. Se plantea un artículo como se configura una escaleta: tiempos medidos, párrafos no demasiado largos e ironías sosas y bobaliconas. Lo justo para mantener al lector atento los 4 minutos que cueste leer la paginita.
La psicología televisiva y nuestra capacidad de concentración parten de la experiencia del hombre del siglo XXI. Si se nos repite hasta la extenuación que nuestra atención no puede durar más de 25 minutos focalizada en un tema concreto (el archiconocido flow) entonces nos lo creeremos, como también nos hemos creído que no puede haber una persona de ciencias y de letras o que todo el mundo tiene en su mano el ser feliz (al menos lo que ellos te dicen qué
significa la felicidad).
La serie interminable de tópicos que aparece en esos artículos es sólo comparable a la gente que los lee y toma al pie de la letra. El lector de revistas y artículos periodísticos está acostumbrado a siempre lo mismo, al entretenimiento intelectual sencillo y aséptico, que no se engolfa, que no se mancha las manos porque examina todo con guantes y pasión de cirujano.
Ahí han quedado, por populistas, por demagógicas o no rentables, las revistas que motivaban al obrero y a las demás partes de la clase dominada, las que lo enfrentaban a su triste realidad y animaban a combatirla o, al menos, a ser conscientes.
Es común la anestesia médica pero también la anestesia intelectual, la crítica anestesiada y capada desde el inicio por un aparato crítico propio del debate de salón del siglo XIX. La primera es deseable, la segunda atenta contra nuestra dignidad.
En vez de enfrentar el problema, desde la revista, nos dan herramientas para tragarnos la mierda en cómodos plazos y con ambientador de pino.
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