Robotín de Google

31 de diciembre de 2013

No publiques, por favor.




Pospón la publicación.
Haz un bien a la humanidad y no llenes Internet o las librerías de más mierda poco trabajada. Ya hay suficiente.
Que no te pueda el ansia de la fama, o de ganar dinero temprano, pues aunque consigas una de ambas con suerte no te caerá una etiqueta de por vida (y de por "eternidad"), a saber, la de inepto impulsivo.
No publiques, aunque Amazon te lo ponga tan fácil.
Imagino la autoedición y la publicación como si, de repente, las fábricas se abriesen a nosotros, aun no siendo ingenieros de producto ni mecánicos: ¡producid lo que queráis, yo os doy las herramientas y la infraestructura, que me salen gratis!
Saldrá basura, productos que durarán cinco días, que no atenderán más demanda que la demanda del egocentrismo creador. Hay basura publicada que sólo alimenta a familiares y amigos, que no tiene interés público, que es una mero vómito de fórmulas mil veces repetidas y, además, reescritas al estilo microondas: recalentadas.

Ya hubiese publicado varios libros. Esto más que presunción es una llamada de atención a todo el que lea esto, una intuición vital. He tenido la posibilidad de publicar varias veces. Desde que inició el mundo de los e-books e incluso antes, en algunas ocasiones que se me presentaron. Pero cuando uno da su nombre, cuando en Internet no hay derecho al olvido, cuando cualquier documento llamará a la puerta tarde o temprano, en la indigencia o en el éxito de la crítica y de la aceptación del público (o de las masas)... entonces uno se vuelve más precavido y decide guardarse sus cartas para ver si puede surgir, con el tiempo y la espera voluntaria, una combinación mejor.

¡Escalera de color!

Os dejo con Diderot, una buena medicina para curarnos de gurús, blogeros y creadores de opinión que no se paran a pensar que la exaltación de las posibilidades de la tecnología lleva consigo el empobrecimiento del producto cultural, su banalización y su posterior tratamiento industrial: recicle después de usar.

"La crítica trata de distinto modo a los vivos y a los muertos. ¿Ha muerto un autor? Se ocupa de realzar sus cualidades y paliar sus defectos. ¿Está vivo? Es lo contrario. Son los defectos los que señala y las cualidades las que olvida [el crítico], y en eso lleva razón: se puede corregir a los vivos mientras que los muertos no tienen remedio.
Sin embargo, el censor más severo de una obra es el propio autor. ¡Cuántas fatigas se da a sí mismo! Él conoce el vicio oculto y el crítico casi nunca pone ahí el dedo. Esto me recuerda a menudo el dicho de un filósofo [Epícteto]: «¿Hablan mal de mí? ¡Ah, si me conocieran como me conozco yo!» . 
Los autores y críticos antiguos empezaban instruyéndose, y no entraban en la carrera literaria hasta salir de las escuelas de filosofía. ¡Cuánto tiempo había guardado el autor su obra antes de exponerla al público! De ahí esa corrección que sólo puede ser hija de los consejos, la lima y el tiempo.
Nos apresuramos en presentarnos al público y tal vez no éramos ni lo bastante ilustrados ni lo bastante hombres de bien cuando tomamos la pluma".
Denis Diderot, en "De la poesía dramática".

Un saludo.

En Logroño, 31 de diciembre de 2013.



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