Introducción al cientificismo.
Cada cierto tiempo aparecen en la opinión pública voces aparentemente muy autorizadas para hablar sobre la realidad socio-cultural del mundo. Estas personas ya no son los sempiternos obispos que modularon la moral del mundo occidental en los últimos siglos sino otros igualmente concluyentes con la ausencia de sotana.
Ya no tienen títulos eclesiásticos sino títulos universitarios. Ya no hablan por boca del gerifalte católico ni en pos del mantenimiento de su ética: ahora pretenden ser objetivos, dar una guía de comportamiento a la sociedad, enseñar qué es bueno y qué es malo.
El discurso del experto, la columna de opinión donde transmuta sus argumentos de mera δόξα a ἐπιστήμη, los debates televisivos en los que, ahogados por la estrechez del tiempo que poseen para explicarse, intentan dar pinceladas y palos de ciego al asunto en cuestión.
Ya no nombramos a tal Encíclica o a tal teólogo medieval: ahora apelamos al nuevo y condecorado Stephen Hawking o Richard Dawkins.
La pregunta que cabe hacerse aquí es la siguiente: ¿sobre qué suerte de tribuna intelectual se hayan situados estos nuevos creadores de think-tanks y moduladores de conciencias ciudadanas laicas? ¿Tienen sus argumentos mayor poder dichos por ellos que por boca de una peluquera o un albañil? ¿Les otorga su ciencia algún tipo de conocimiento objetivo sobre los comportamientos sociales y les invita, por último, a asistir a todo el resto de ciudadanos perdidos en una sociedad que hace bien poco acabó de enterrar a su dios?
Creemos que no y vemos necesario poner el problema sobre la mesa. Hablar de estos censores del conocimiento válido es denunciar sin mixtificaciones ni apelaciones al capital (que, por descontado, se encuentra en el trasfondo de todo esto) a los sustentadores de esta sociedad posfordista y globalizada.
La fe en la razón ha dado lugar a enormes avances tecnológicos pero ha dejado, por desgracia, de lado muchas otras cuestiones específicamente humanas. El ser humano, como veremos de mano de nuestro autor de referencia, posee una cualidad especial, irreducible: no es cuantificable, ni sometible a empiría en el sentido con el que las ciencias naturales se hacen una representación del mundo.
El objeto de este ensayo, por tanto, va a ser el desvelamiento de esta actitud generalizada que vivimos en nuestro día a día de la mano del pensador Miguel de Unamuno.
Hablo de Unamuno como pensador por una cuestión formal que obliga a etiquetar a todo objeto o fuente de conocimiento. A pesar de todo, Unamuno no es etiquetable, no es reducible (ni como humano ni como Unamuno) a ninguna categoría. Así como hoy Aristóteles se encontraría perdido en cualquier campus universitario: ¿a qué facultad tendría que ir: a la de filosofía, a la de biología, a la de filología? Es en vano tratar de acotar en un espacio reducido y dividido por razones burocráticas a personas como el Filósofo o el autor que hoy nos ayudará a entender un poco mejor y a denunciar con mejores armas a este cientificismo violento y atroz.
Cuando hago mención a la violencia que ejerce el cientificismo no hago un comentario barato y sin sentido, voy a intentar en pocas líneas de resumir mi posición al respecto, apoyado en la siguiente cita de Walter Benjamin:
“No existe documento de cultura que no sea a la vez documento de barbarie”.
Esta expresión, entre otras cosas, implica al pensamiento cientificista que da por válido el progreso sin riendas ni control, el progreso por progreso, sin telos ni necesidad de aplicación práctica. Cada documento de cultura, para Benjamin, supone una apelación a la violencia ejercida para realizarlo. Todo progreso está basado, sin duda, en la violencia, en la barbarie. El avance científico no es bárbaro de por sí, pensar de esta manera implica saltarse a la torera toda separación categorial entre ciencias naturales, sociales, y vida real. El avance científico no es un progreso, cada ciencia posee su propio logos y es ahí donde existe un avance que, en ocasiones, los conocimientos técnicos (ingeniería, arquitectura) podrá aplicar al mundo real. La crítica de Benjamin es al progreso entendido fuera de la ciencia: al progreso social, cultural. Pues, como se ha expresado ya, está basado en relaciones de sometimiento: en violencia.
Un ejemplo más, sin movernos de la época final de Benjamin, fueron los estudios craneométricos.
Estos estudios, cuya objetividad sobre el laboratorio científico es innegable, daban una justificación desde la naturaleza física del ser humano (en apariencia indiscutible y sin duda insoslayable) para el genocidio nazi y la discriminación a las mujeres: un cráneo grande significaba, según estos científicos, mayor capacidad intelectual, mayor comprensión del mundo y, por tanto, posibilidad de mejora y potencia general de la “raza”. Sus mediciones, basados en estas premisas que admitían la relación entre tamaño y mayor inteligencia, sostuvieron la idea criminal del nazismo que hoy en día no creemos cómo pudo salir adelante y ser secundada por tantos millones de personas.
¿Estamos asistiendo a otro proceso de legitimación de la desigualdad social con la aparición en el espacio público de los argumentos cientifistas? Muy probablemente sí.
Para Unamuno este sentimiento anticientifista se hace patente en varias de sus obras, muy especialmente en Amor y Pedagogía que supone todo un alegato a lo que hoy, de mano de las últimas corrientes psicologicistas (coaching, autoayuda...), llamamos inteligencia emocional. En el libro citado, del que daremos cuenta conforme vayamos profundizando en los conceptos capitales de este ensayo, se ejecuta un alegato a esa otra forma de conocer y de vivir, a esa otra forma que, si bien dista mucho de la racionalidad y objetividad pretendida por los autores filósofos y científicos de la modernidad (mathesis cartesiana), procura atender al verdadero hambre del ser humano, al hambre de vida, de inmortalidad, a la tendencia al eros religioso, español, por muy acrítico que pueda llegar a parecer.
Las analogías que haré con Unamuno deben partir de una precisión desde ya: Unamuno fue un autor profundamente espiritual, entendida la espiritualidad como aquella instancia, repito, específicamente humana, inexplicable, inefable, incapaz de someterse a ejercicio de verificación científica, irreducible. Hoy en día, desde el materialismo filosófico que, entre otros, sostiene la escuela de Gustavo Bueno, no se entiende en una ontología admisible por gran parte del gremio filosófico, apelaciones a algo así como lo espiritual, lo místico o el trasmundo inventado, como sí que hace Don Miguel.
Veremos hasta qué punto Unamuno es consciente de toda crítica que suscitan sus comentarios al respecto y cómo los va salvando o, más bien, asimilando (integrándose en ellos), convirtiéndose en lo que fue: un hombre contradictorio.
Por último, hablaré de las consecuencias éticas y filosóficas de esta concepción generalizada que busca en las ciencias naturales las respuestas a todos los problemas de la sociedad, para semejante tarea buscaré ayuda en Wilhelm Dilthey e Immanuel Kant, entre otros epistemólogos.
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