El problema de Unamuno cristaliza tanto en filosofía, novela, poesía... como en religión. Su amplísimo espectro de inquietudes le han convertido en una figura imposible de encasillar. Desde la filosofía se le ha nombrado con numerosos epítetos (muchos de ellos peyorativos), de hecho, su inclusión en un temario de filosofía para estudios secundarios encuentra sus mayores reticencias por este hecho: no es un filósofo al uso.
Esto se debe, entre otras cosas, a dos razones principales:
-Su ausencia de método. Unamuno no es metódico, sus obras pueden llegar a parecer elucubraciones paradójicas y poco claras que no conducen a ningún lugar. Se le ve en ocasiones como un autor deportivo, que disfruta con la crítica a todo sistema, individuo o escuela. No se acoge a ninguna escuela, no es racionalista ni materialista, se encuentra, cómo no, influido por numerosos autores decimonónicos (Nietzsche, Kierkegaard, Schopenhauer) pero es capaz de ponerlos a todos en su sitio, desde la atalaya de su aguda crítica. Pero esta atalaya, como veremos a lo largo de este ensayo, no es ninguna posición teórica hecha ex profeso para dar solución a un problema grave en lo político o moral, su atalaya teórica es ni más ni menos que la atalaya de la vida. Sin embargo, no es correcto llamar a esta atalaya teórica sino práctica. La práctica en Unamuno le impele a abandonar toda crisis racional. Unamuno al filosofar lo hace desde su dasein, desde su vida, desde su ser material, desde su existencia vivida, algo de lo que años más tarde Ortega daría buena cuenta ampliándolo y, no como nuestro pensador, sistematizándolo.
Esta ausencia de sistema hace a Unamuno un autor especial, que escapa de toda distinción, lo hemos comparado con Aristóteles, volvemos a hacer la analogía con los departamentos interdisciplinares universitarios: Unamuno es interdisciplinar. Es una disciplina en sí mismo.
-Esto no sería un problema si su intención fuese la de arreglarlo, pedir perdón y buscar un sistema en el que ser fecundo, hacer filosofía, novela, poesía... Pero el sistema es estrecho, es insuficiente, un sistema acota, cierra categorialmente las cuestiones en campos determinados matemáticamente, las cuestiones de materia y forma cobran sentido y por esta última no atienden a pareceres. En efecto, para Unamuno toda materia de la realidad es una materia vivida, y la forma es una proyección humana. Todo intento de racionalizarla, como diría Spinoza, es vano. El objeto en Unamuno adquiere su cualidad, a fortiori, en la vida del hombre, desde el hombre y nunca más allá de él.
Y no existe, para Unamuno, nada más importante que esa vida, pues la vida desembocará en la muerte. Esta, podemos decir, es “LA” cuestión de Unamuno. Quizá no la única pero sí la última, la última en la que va a desembocar toda su fructífera obra y pensamiento.
Para este ensayo he tomado las referencias más claras a la posición respecto a la ciencia de Miguel de Unamuno, por ello me excuso desde ya por no tocar suficientemente el tema de la muerte en él, pues es, qué duda cabe, el tema elemental de su vida y obra.
La nivola fue una de sus creaciones para dar sentido a su modo de ser y de novelar. Ambos eran inseparables. Unamuno huía de toda descripción sistemática y excesiva de los lugares en los que discurría la vida de sus personajes. Apenas dando dos pinceladas al lugar en que vivían y a sus viviendas invitaba al lector a acudir a lo más importante y vivo: al diálogo. Unamuno, como buen profesor de griego y conocedor de Platón, sabía que este filósofo había dejado escritos sus pensamientos de manera dramatizada a través de los diálogos. Él también hace algo parecido: no hace novela, sino nivola. Pues ya puestos a etiquetar las creaciones de alguna manera, Unamuno nos lo facilita: llamad a lo mío nivola -nos dice- si así os quedáis más tranquilos. Conocía muy bien a sus posteriores críticos, les conocía tan bien que ya se adelantaba a ellos, se lo dejaba todo triturado y listo para ser sometido a crítica, así evitaba dobles sentidos en su intención, que no era otra que la de hacer del doble sentido y de la paradoja sempiterna un modus vivendi. Así se caracterizan sus novelas, por una ausencia de lo descriptivo y la apabullante presencia de diálogos y personajes, monólogos interiores, repetición de fórmulas a lo largo de toda la obra (como veremos en la parte de este ensayo destinada a Amor y Pedagogía) que nos darán una representación bastante fiel de lo que por el cerebro de Unamuno (y, por extensión, de sus personajes) pasaba.
Hablando sobre la gnoseología en Unamuno no quiero dejar de escapar la referencia que se hace sobre ella en el libro homónimo escrito por el filósofo Julián Marías. En el cuarto capítulo se incide en la manera (pues ya hemos dicho que no puede ser “metodología) que utiliza Unamuno para conocer el mundo: la novela. La novela, como recipiente de experiencias y de reflexiones, para él, es el mejor lugar para conocer el mundo: desde Don Quijote hasta Galdós, pasando por Goethe y tantos otros... todos ellos tratan de una u otra manera la condición del hombre de su tiempo, lo que verdaderamente le preocupa. En la estela de Unamuno aparecerán otra serie de autores españoles (sobre todo la generación del 27) como Baroja, que tendrán presente la antropología problemática de esos siglos anteriores. Aparece en no pocas discusiones sobre el conocimiento el dilema de saber y condenarse o ignorar toda la realidad y encontrar la felicidad, para él no puede ser de otra manera: es preciso conocer, aunque duela, aunque haga a uno miserable y lo convierta en un ser lleno de contradicciones, hace falta afrontar la realidad, asumirla, hacerla propia, pues solo mediante ella podremos ser realmente fieles a nosotros mismos y, por lo tanto, afrontar la muerte con toda dignidad.
“[...]porque el fin de la vida es vivir y no lo es comprender”
La idea de ser humano unamuniana debe proceder desde dentro de la vida, no de una idealización conforme a lo que un autor determinado crea que debe de ser. Si yo sufro, si yo tengo miedo a la muerte y deseo, para combatirlo, querer ser inmortal, entonces es ahí cuando podré extrapolar eso al resto de los humanos. Si yo sufro, el resto sufre.
Desemboca en otro rifirrafe: fe o razón. Siguiendo con las paradojas, Unamuno no va a seleccionar ninguna de ellas así como así, por sí mismas. Escogerá la razón vivida, la razón no ideal ni desencarnada, pero tampoco la fe fementida, que no atiende a razones para creer, que ve toda crítica como una intrusión a su derecho a creer: Unamuno, sin embargo, adorará esa contradicción y verá en ella, como dice en su libro, la verdadera comprensión de la existencia: apuesta por una religiosidad vivida, concreta. Y la fe de este ser humano viviente está llena de dudas, por eso es verdadera, no es la fe del carbonero.
Por último señalaré las conexiones que tiene Unamuno con corrientes posteriores en el siglo XX, y cómo ha sido visto por algunos como antecesor de los posmodernos. Así, Unamuno cree que lo que verdaderamente mueve al ser humano es la pasión, los sentimientos, no la razón... que la razón es un instrumento eficaz para lograr según qué objetivos (y no la desdeña) pero que es insuficiente a la hora de preguntarse por lo vivido. Esta posición afirma la que Spinoza sostendría en las primeras páginas de su Tratado Político (y, en líneas generales, en su Ética):
“Y por eso he contemplado los afectos humanos, como son el amor, el odio, la ira, la envidia, la gloria, la misericordia y las demás afecciones del alma, no como vicios de la naturaleza humana[...]”
Desde una postura contemporánea podríamos afirmar que Unamuno fue de los primeros en ocuparse de lo denominado como “inteligencia emocional”, esa suerte de capacidad del ser humano por comportarse en sociedad, la carga, en fin, cultural, en parte ajena a la inevitable herencia genética y sino natural.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
¡Si te ha gustado el contenido de este post o de este blog comenta, critica y aporta tus ideas!